BOLETÍN  
DE LA ACADEMIA  
NACIONAL DE HISTORIA  
Volumen XCV  
Nº 198  
Julio–diciembre 2017  
Quito–Ecuador  
ACADEMIA NACIONAL DE HISTORIA  
DIRECTOR:  
Dr. Jorge Núñez Sánchez  
SUBDIRECTOR:  
SECRETARIO:  
TESORERO:  
Dr. Franklin Barriga López  
Ac. Diego Moscoso Peñaherrera  
Hno. Eduardo Muñoz Borrero  
Mtra. Jenny Londoño López  
BIBLIOTECARIA-ARCHIVERA:  
JEFA DE PUBLICACIONES:  
Dra. Rocío Rosero Jácome  
RELACIONADOR INSTITUCIONAL: Dr. Vladimir Serrano Pérez  
BOLETÍN de la A.N.H.  
Vol XCV  
Nº 198  
Julio–diciembre 2017  
©
Academia Nacional de Historia del Ecuador  
ISSN Nº 1390-079X  
e-ISSN Nº 2773-7381  
Portada  
Monumento a Vicente Rocafuerte  
en la ciudad de Guayaquil  
Diseño e impresión  
PPL Impresores 2529762  
Quito  
landazurifredi@gmail.com  
enero 2019  
Esta edición es auspiciada por el Ministerio de Educación  
BOLETÍN DE LA ACADEMIA NACIONAL DE HISTORIA  
Vol. XCV – Nº. 198  
Julio–Diciembre 2017  
SENDEROS HISTÓRICOS DE PATATE  
Pedro Reino Garcés1  
Las primeras herencias  
Sabemos que los hijos, cuando muere su ancestro, heredan  
cosas que siempre sirven para empujarlas al olvido, casas dolorosas,  
chozas para quemarlas en los veranos de odio, tierras que siempre  
deben ser para la tierra y nunca con linderos para acorralar a la  
gente. Son pequeñas o grandes fortunas en la dimensión de los afec-  
tos más que de las codicias. Sabemos que se necesita parentesco y fi-  
liación para acceder a un legado. Yo y esta tierra de Tungurahua,  
nosotros y esta patria jaloneada por las jaurías de la codicia. Siento  
que tengo heredades de palabras por todos los costados. Siento que  
salen a mi paso ciertas sombras profundas, buscando el otro ojo que  
olvidaron en la vida. Me vienen por todos los horizontes por donde  
oigo que resbala algún hueso que todavía me acompaña en la ilusión  
de que ir reconstruyendo las certezas.  
Saramago, el Premio Nobel, me cuenta que mientras procu-  
raba conciliar el sueño bajo una higuera, junto a su abuelo analfabeto,  
este le contaba episodios de muertes antiguas, escaramuzas de palo  
y piedra, palabras de antepasados, “un incansable rumor de memorias  
que me mantenía despierto, al mismo tiempo que suavemente me acunaba”  
(
Discurso al recoger el Premio Nobel, 1998). Mientras pienso en el  
viejo que escribió sobre la ceguera, también me acuerdo de las pala-  
bras de mi madre que sin haber oído nada de este hombre, debe saber,  
ahora que se pasa viviendo su muerte, que como aquel, no podré dejar  
de decir lo que pienso, ni que por ello vaya a tener que esconderme.  
1
Licenciado en Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación, por la Universidad Central  
del Ecuador, Quito. Magíster en Lingüística Hispánica por el Instituto Caro y Cuervo  
de Bogotá, la Universidad Iberoamericana de Posgrado y la Organización de Estados  
Americanos (OEA). Poeta, fructífero lingüista y semiólogo; apasionado cultor del relato  
y la novela.  
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Esto no es Francia, no es España ni el Portugal de Saramago;  
y sin embargo, mucho de lo de ellos empujaron, de esos fantasmas,  
son los que pululan por estas cordilleras, de modo soterrado. Se  
siente como algo escondido en ciertos ojos azules, entre las piaras  
que gruñen a los dos lados del mar o entre los rezos de los campesi-  
nos debajito de la luz de las estrellas.  
Tal vez en este insomnio desde el que estoy hablando ante  
vosotros se me ha ocurrido hablarles de herencias y legados. Quiero  
decirles que también tengo herencia en esta tierra: ovejas petrificadas  
en Asaipag en las proximidades de Tontapí. En los páramos de Ayto  
y en Cachu-urco, donde el cerro guardó sus cuernos, y en donde  
tengo arrumadas mis rebeldías confusas. El agua repleta de mis ojos  
es de Cocha-loma y de la laguna de Cocha-tagua. Y como la vida tan  
solo es un momento, he sentido caer en mis adentros la chorrera  
Mesa-tablón del río Chalapí. Dentro de mí está la Chaupi-estancia  
en las proximidades de Tontapí. He cogido con mis manos el aire de  
Chilli-pata y he lavado mis fríos desengaños en Chiri-yacu, cercana  
a la quebrada Colorada. Un día me puse a buscar piedritas en mis  
caminos por Cholapí, cerca de un puente; en Gualalón de Torre-  
urco; en Guambo, en Guayupí, por donde se va a Tontapí chico; en  
Jaya y en Ischaquina. Yo y ustedes saben que solo son palabras, mon-  
toncitos de piedras que quedaron sin memoria por tantos pisotones  
del destino.  
Has dejado buenas “llangas” sin sembrar, me reclamaban en  
el lenguaje de mi niñez rural. Y no sé por qué vuelvo a la memoria  
del campesino Saramago. Pero cuando volví de lejos, desde el Insti-  
tuto Caro y Cuervo, estudiando lo que valen las palabras pisoteadas,  
me di cuenta que había unas llangas de atis por estos lados. Qué  
ganas de saber más de esos señores escondedores de oro, de esos que  
acaso hacían rituales en las chorreras para renacer como el sol, bri-  
llantes en la desnudez del oro en polvo.  
A la pata del río, los señores atis algún día acaso remuevan  
sus historias para hablarnos de largo sobre sus suicidios colectivos,  
sobre sus cementerios en la pata de los cerros que se dicen pata-ati-  
urcus. Yo mismo he preguntado a sus calaveras desenterradas, a sus  
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vasijas vaciadas de la muerte, a las ollas que hacen el amor con sus  
sexos de barro mientras el pueblo duerme sin sueño tapándose con  
lomas en su angustioso olvido. Solo ha respondido la muerte rese-  
cada, huaqueada, impávida, que enajena y comercia nuestras más  
queridas pertenencias.  
Díganme alguien, Por qué se llama ese cerro Yaguar-urcu?  
Por qué es un cerro de sangre? ¿Desde cuándo está la sangre en la  
¿
montaña? Tengo las palabras que he subido a desenterrarlas en la  
loma de Patate-urcu donde el barro llorando vasijas vaciadas de me-  
moria, en silencio han salido muchas veces a mi encuentro con sus  
huesos descarnados, a pedirme que les devuelva un poco de la luz  
que tiene la sangre que suele coagularse en las cortaduras de mis sí-  
labas. Sentados al borde de la laguna, en Sudagua, he oído una lluvia  
de huesos resbalarse por los laberintos y quedarse a mojar los preci-  
picios en donde los dioses me dejaron frente a frente con los ojos in-  
sepultos de los indios caídos en el olvido.  
De pronto, quiero que ahora oigan dos tambores. Hagamos  
un silencio de diez siglos para volver a oírlos. Un tambor terrible y  
viejo está sonando en Jatun-taqui en Imbabura, el otro está san-  
grando aquí en Pata-ati. El de acá suena: Ambabaquí, Inapí, Puñapí,  
Tontapí, Yataquí, Chalapí, Cholapí, Guayupí, Llutupí, Quichipí.  
Tengo que decirles que todas son palabras de agua.  
El viejo tambor del Imbabura me contesta: Pical-quí, Pinsa-  
quí, Urcu-quí, Cahuas-quí, Tauri-quí, Ambu-quí, Pusu-quí, Pomas-  
quí, Ara-quí, Quinchu-quí. Caran-quí, Cayan-quí. Cochas-quí.  
¿
Díganme si no suenan iguales? Allá también me gritan los tambo-  
res de agua. ¿Vinieron o se fueron? ¿Por voluntad propia o por  
ajena?  
¡
Ah! Pero he venido porque tengo algo que contarles. Se  
trata de unas piedras que si las hubiera visto Octavio Paz habría  
dicho algo así como que fueron labradas para matar y recrear ternura  
en corazones de mujeres. Rumores de vientos perversos vuelven  
desde la ucu-pacha, de los mundos que tenemos debajo de lo que  
pisamos. ¿Será verdad que mataban por amor? ¿Qué religión no ha  
practicado la muerte para creer, hacernos creer y predicar la resu-  
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rrección? Octavio Paz que heredó directamente las pirámides de sa-  
crificios de sus aztecas habría exclamado “aquí también se desmo-  
ronan las fantasmales convenciones de que está hecha nuestra  
realidad”. Concuerdo y me reafirmo en la creencia de que el hombre  
no es sino un atado de deseos.  
Queda todavía una sola piedra en Puñapí, abandonada,  
quien sabe mal pulida por las urgencias de la muerte. La piedra de  
Pantabí en Imbabura luce más segura. Es una cuna dura lista para  
recoger la sangre de las niñas que pasan a mujeres. Se decía que ellas  
debían ir al cielo con su primera sangre. Y allá están, sonriendo frente  
a nuestro recuerdo ingenuo. Dicen que ellas amaban el cuchillo del  
verdugo que las sangraba por el cuello para que un sacerdote beba  
perversidades en esas misas repletas de solemnidades. Eran rituales  
de oficiantes de un Cristo antes de Cristo. Sabemos que la ciencia  
busca las evidencias y pelea contra los mitos. Por ahora nosotros, los  
investigadores, les ofrecemos nuestras pruebas. Las piedras han que-  
dado aquí y allá, pisoteadas por las cruces redentoras de los caballos  
y derrumbadas por las huaracas incas que preferían pallas y ñustas  
para el deleite de señores de rangos militares Auca piñas, Janan-co-  
llas. ¿Será verdad que todas ellas se convirtieron luego en las “palo-  
mas” que las desplumaba los sábados rituales ese taita dios que vino  
con hacha y todo a vivir en Leito?  
“Venta y compra del pueblo de San Cristobal de Patate” 1783  
Vamos a la hacienda legendaria y mitológica de San Ilde-  
fonso que está en los términos del pueblo de Pelileo. Es un 11 de  
enero de 1783. Allí “pareció presente, ante el notario, un vecino de Pelileo  
llamado Don Santiago Ximénez, y Don Ramón Puente, Capitán de Caba-  
llería de las Milicias de dicho pueblo y Teniente Juez Ordinario, como su  
fiador. Y dijeron que habiéndose rematado la gruesa de diezmos de dicha  
villa y su jurisdicción en el Capitán de Dragones Don Pablo Grande Suárez  
y Administrador del Real Ramo de Tributos para solo este año…” Entre  
ellos “…han tratado mutuamente venta y compra del partido del pueblo  
de Patate, según y como ha sido costumbre y lo han tenido con su demarca-  
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2
ción antigua…en la cantidad de 500 pesos por este dicho año…”. Rema-  
taron en precio de lo que valía una negra paridora.  
Estamos ante los rematistas de impuestos que, como se ve,  
compraban (o remataban) pueblos enteros con la condición de que  
el comprador “haya de obligarse con seguro bastante a favor de las Mesas  
3
Episcopal y Capitular…” porque era la iglesia a la par que el poder  
político, una sola cosa, de cuya experiencia y modelo se sigue to-  
mando para estas épocas neocoloniales redefinidas como modelo  
concesionario, privatizador, de alianza estratégica o de apertura de  
inversiones que se han hecho investigadamente, con cálculos espe-  
ciales, para favorecer a determinadas familias que controlan la polí-  
tica, la ideología y demás ejes del poder en nuestra contempora-  
neidad, y que es más, son los descendientes de las mismas familias  
coloniales, en muchos casos, las que ahora “ejercen la democracia”.  
El Capitán Don Pablo Grande Suárez “…por lo que a sí le toca  
vende el expresado a Don Santiago Ximénez…todos los frutos y efectos diez-  
males que provengan en este año íntegro desde 1 de enero hasta el último de  
diciembre en el referido partido de Patate, para que como comprador los haya  
y reciba y cobre, según práctica e inmemorial costumbre y de su venta y re-  
4
ducciones, disponga como cosa propia, salvo el valor de este contrato…”  
Don Santiago Jiménez ha conseguido para que sea su ga-  
rante, a Don Ramón Puente. En la escritura se dice que entre los dos  
se obligan a pagar “a la mesa episcopal y capitular la ya referida cantidad  
de 400 pesos puestos y entregados en moneda usual y corriente, a razón de  
2
00 pesos cada 6 meses en manos del señor Colector de Rentas Decimales  
5
con más las costas y gastos de la cobranza…”. De esto deducimos que  
el garante era más bien un socio que entraba en el negocio; y como  
se ve en esta escritura, primero se cubren 400 pesos, para luego  
aliarse con otro socio que también va a tener su tajadita por los res-  
tantes 100 pesos.  
2
Archivo Nacional-Ambato, Notaría de Nicolás Lagos y Romero, 1.783, folio 1 y siguien-  
tes.  
3
4
5
Ibid.  
Ibid.  
Ibid.  
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Resulta interesante lo que hace Don Ramón Puente, como  
fiador de los 400 pesos. Hipoteca la hacienda llamada Cushca que  
tiene en términos del pueblo de Píllaro “que la hubo y compró del R. P.  
Fr. Manuel Villalba, de la Orden de Predicadores, con licencia de su prelado  
6
en la cantidad de 800 y más pesos…”. Para seguridad se hace notar  
que dicha finca no podrá ser vendida hasta que el crédito esté di-  
suelto. De esto dan testimonio los testigos: Manuel Díaz, Feliciano  
Bustos y Don Josef Gavilanes.  
Como quedaban pendientes los 100 pesos de lo convenido  
inicialmente, aparece más adelante en la misma notaría un nuevo  
documento, en 13 de enero, suscrito entre “Don Tiburcio Soria, ve-  
cino del pueblo de Patate”, con Don Santiago Ximénez, mediante el  
cual acuerdan “en tomarle el partido del pueblo de Baños, incluido  
en dicho partido del pueblo de Patate, como ha sido costumbre, en  
precio de 70 pesos para este dicho año, según y como lo ha comprado  
al capitán Don Pablo Grande Suárez, “…en fin entre los dos pagarán  
los 100 pesos”, pero Baños quedará rematado por 70 a cargo de Don  
Tiburcio Soria.7  
Don Tiburcio por su parte, para garantizar el negocio hipo-  
teca “…un hato y tierras de montaña que posee en el sitio de Zigñay que  
vale 500 ps. Y lo había comprado al DD. Josef Jacinto Cáceres, presbítero…  
Dicho hato y tierras está en términos del pueblo de Patate, y se halla al pre-  
8
sente mejorada con 10 o 12 cuadras de caña dulce de Castilla”. Ocurre lo  
propio en cuanto a seguridades de no poder enajenar el predio y lo  
firman con “Don Pablo Grande Suárez y los testigos Dn Josef Acosta,  
9
Luhis Fiallo y Joachin Ojeda”. Lo último que queda por hacer notar  
de estos negocios jugosos es que con el respaldo de apenas una ha-  
cienda, se remataba el rédito de todo un pueblo al que lo extorsio-  
naban para que deje utilidades. (Archivo Nacional-Ambato, Nicolás  
Lagos y Romero, 1783, folio 1 y siguientes)  
6
7
Ibid.  
Archivo Nacional-Ambato, Notaría de Juan Antonio Valenzuela, 1708. El expediente se  
remite al documento que acabamos de citar y consta replanteado en Documentos del  
Fondo Gobernación, Tungurahua, 1870 que contiene un largo proceso de reivindicación  
de tierras.  
Ibid.  
Ibid.  
8
9
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Pedro Reino Garcés  
En el ritual de posesión de tierras comunales en Patate-urco y Poa-  
tug. 1870  
Me imagino el júbilo de los indígenas de Patate-urco y de Poa-  
tug, cuando superado el “vía crucis” de 10 años de gestión por Pí-  
llaro, Patate, Pelileo, Baños, Ambato, Quito o Riobamba en pos de  
esa “suplicante justicia” a las autoridades de turno, lograron que las  
tierras donde ellos se asentaban ancestralmente, fueron declaradas  
de su pertenencia, sin volver a pagar nuevas tributaciones. Se valie-  
ron de un documento de 1708 que lo rastrearon para poder disponer  
de una copia, y la que ha llegado a mis manos es de 1927, es decir,  
que ya cumplió 90 años.  
Pero las cosas previstas para ese día no fueron tan fáciles. Los  
dirigentes indígenas piden al Alcalde Municipal que haga cumplir  
los decretos. Asumió este reto el señor Hipólito Torres, Juez Primero  
Civil suplente de la parroquia de Patate. Vale preguntarse ¿dónde  
iría el principal? Los indígenas en su escrito advierten al Alcalde  
queremos que se practique, a fin de que tengan todos conocimiento de la  
acción que por derecho nos compete y porque nos pongamos todos a cubierto  
a cualquier ataque que se quiera intentar contra nuestra propiedad”. Ese  
viernes 26 de febrero los indígenas estuvieron a las 11 de la mañana  
buscando al escribano, pero…hasta el último tenían que sufrir, el do-  
cumento dice: “siendo notorio la ausencia del señor escribano, nómbrase  
de actuarios a los señores Ignacio Salazar y Aparicio Quijano”. Y con ellos  
subieron al monte, “y se constituyeron en los expresados anejos a dar po-  
sesión a los poseedores de los terrenos de dichos puntos…”, Y Don Hipólito  
Torres, “lo verificó tomándoles de la mano y arrancando hierbas, tirando  
terrones y haciendo todos los actos que manifiestan una verdadera posesión  
actual, real dominio, sin perjuicio a terceros”. Al leer en otros documen-  
tos relativos a este mismo tema la forma como toman posesión con  
el ritual, he encontrado que hasta “revuelcan en el suelo, ruedan sus la-  
deras”, es decir, abrazan la tierra, la besan, la sienten suya como lo  
es la Pacha Mama. Gritan y danzan, y beben la chicha que les da el  
maíz que es el hijo de su entraña, y se embriagan hasta las lágrimas.  
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Ese día debieron estar triunfantes, según los escritos de fechas  
últimas los dirigentes: Marcos Chiliquinga, Manuel Guamina, José  
Changobalín, Juan, Damacio y Manuel Rojana, Manuel Montaguano,  
de Patate-urcu que significa el cerro del filo de los atis. Y los de Poa-  
atug, etimología que tiene que ver con los lobos. Fueron los dirigen-  
tes: Isidro Morillo, Santiago Guatumillo, Gaspar Yagloa y Melchor  
Guambo. Ese día debieron recordar que Marcos Chiliquinga tuvo  
que pagar nueve suplidos en estampillas en Pelileo el 16 de abril de  
1
869. Se habría conversado cuántos viajes tuvieron que hacer a pie o  
en burro a buscar en Baños a Don Pedro Ignacio Lizarzaburo que  
nunca se dejó citar para establecer los linderos por el lado de sus ha-  
ciendas. Las excusas de “su mujer” doña Inés Lasca no dieron resul-  
tado porque los indígenas hicieron declarar al Juez de Baños don  
Domingo Barriga: “no pude hacer la citación…porque es mi compa-  
dre espiritual”. Ese día habrán comentado que el Juez Letrado Don  
Ciro Peñaherrera también se excusó de asistir a la causa y tuvo que  
enfrentar el asunto Don Pablo Vásconez. También tuvo que excu-  
sarse el alcalde municipal de Pelileo Miguel Villena.  
Ese día habrán recordado que quien inició la causa fue Fran-  
cisco Changobalín, de la doctrina de Patate-urco en Píllaro un 2 de  
septiembre de 1860 ante Manuel Granja que era Alcalde Primero Mu-  
nicipal. Otros nombres de indígenas dirigentes que constan en el ex-  
pediente son Manuel Vargas, Santos Aisaquilago, Benito y Melchor  
Landa, Mariano Crespo, Raimundo Chiliquinga, Juan Pío Plaza, a  
uno de cuyos descendientes conocí en Patate-urco por el año 2000,  
anciano ya, hablante de quichua y con rostro blanco donde estaba la  
sangre de algún patrón. Figuran también José Manuel Quishpi, Ma-  
nuel Sigüi, Martín y Tomás Chiliquinga. Quedan estos nombres re-  
cogidos de, y para la historia profunda. Aunque, a decir verdad, este  
es uno de los capítulos que tuvieron que librar en contra de los opre-  
sores de turno, puesto que unos 50 años más tarde, se repetirá la es-  
piral con otros protagonistas.  
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Pedro Reino Garcés  
Las voces del silencio  
Hay palabras que están empacadas, guardadas en estanterías.  
Llevo media vida minando en esas canteras de reciclajes de las som-  
bras. He tomado un raro gusto por las cenizas prohibidas. Más solo  
que nunca me enfrento a los ventisqueros y a las avalanchas polvo-  
rientas como un buscador de tesoros, mientras los gallinazos me  
graznan y predican que sigo perdiendo el tiempo en mi locura de  
desocupado.  
Las calaveras, desde apelmazados anaqueles, me gimen al  
oído sus pasiones. Algunas larvas engordadas con tiniebla, ampara-  
das en que natura no les ha hecho con ojos, se relamen los huesos de  
la tinta y de los sellos reales engrasados con lacre. Descubro en largas  
firmas a importantísimos personajes que guardan todavía la risa de  
sus perversidades despiadadas. Me doy cuenta que la sedición no  
es cosa de forma sino esencia de la vida. Ciertas polillas huyen de  
mis dedos ácidos y los hijos generacionales de los descarnados me  
echan maldiciones y conjuros porque no saben cómo tapar la boca a  
sus nobles calaveras que solo hablan conmigo en un lenguaje cóm-  
plice, con la ventaja del destiempo. Muchas ocasiones me encuentro  
todavía con verdugos intactos buscando entre las sobras algún cuello  
para decapitar a quien quiera, argumentando que son cosas del des-  
tino. Solo a mí me relatan sus verdades escondidas para alivianarse  
el peso de sus conciencias, mientras sincerándose en el final de su  
ceniza, me dicen que anhelan dormir tranquilizados, cobijados, ine-  
vitablemente, con la esperanza de encontrarse con nuevas formas de  
experimentar orgasmos con la muerte.  
Aprender a leer los garabatos de los archivos, eso que disci-  
plinariamente se llama paleografía, es lo más importante que me ha  
ocurrido en la vida, diré ahora, rememorando y parafraseando el  
discurso de Vargas Llosa al recibir su Nobel en 2010. Quienes no  
saben de su pasado y de sus ancestros, que dicho de mejor manera  
son nuestros en todos los sentidos, son hijos de la ceguera. Tantean  
el mundo y sus apetencias, muchas veces con bastones prestados;  
huelen por las narices ajenas y oyendo los engaños caminan por el  
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mundo y viven inconsciente y desperdiciadamente toda una exis-  
tencia de ignorancias.  
He aprendido a ir al principio acompañando a Sísifo por nues-  
tras propias montañas. Cada día aprendo las primeras letras en una  
escuela en donde los maestros se han huido abandonando los legajos  
malditos. El hijo único de la orfandad tiene que enfrentarse a sí  
mismo si quiere sobrevivir después de los desbordes de Prometeo.  
Quiero olvidarme de Juan Salvador Gaviota cuando trato de sacar  
en limpio historias de carroña.  
Quiero pensar que una cosa es la muerte de los huesos y otra  
la muerte de las palabras. No se imaginan cuántos espíritus insepul-  
tos me buscan para contarme sus historias. Tengo la gran ventaja de  
que soy querido por las almas en pena a lo largo de todo un conti-  
nente. Tengo la ventaja de haber bajado a muchos purgatorios tan  
solo con la silenciosa sombra de Dante enmudecido. También he su-  
bido a los infiernos a reconocer genealogías de perversos y cretinos  
que buscan la lumbre aureolada que produce lo podrido. Ahora  
mismo he venido a contarles en un libro lo que me han dicho tantas  
almas pululantes que como mariposas revolotean ante la luz de sus  
propios huesos encendidos con el fuelle de mi aliento.  
¿Quieren una revelación? Creo que ahora es el momento, por-  
que siento que mi espíritu está titilante en su epifanía. Yo no soy el  
que me ven y se imaginan que parezco ser. Yo soy un cementerio que  
habla. Soy una tumba destapada por donde aparecen parientes que  
abandonaron esta vida. Si dudan, huelan mis transcripciones y en-  
contrarán ese aire guardado que tienen las catacumbas bajo el altar  
mayor, las del quicio de la hacienda; pero sobre todo, el olor incon-  
fundible que tienen las calaveras de los desamparados de la suerte.  
No soy el que habla, sino el que grita de prestado con las impotencias  
de los caídos en las quebradas, de los ahogados en el lodo de la infa-  
mia, de los silenciados con las piedras metidas en sus bocas y con las  
miradas perdidas de los gritos de justicia en sus ojos muertos.  
Dentro de mi pecho están reprimidos los gritos de los pobres  
de solemnidad obligándome a volverles a la vida. Por ahora, el agua  
no está en mis ojos. Están las lágrimas de fuego de quienes nunca  
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fueron al paraíso a pesar de las ofertas de la fe y de tanta prédica que  
practica la hipocresía del poder. Si un día se les ocurre abrir mi  
pecho, tendrán que enfrentarse al avispero de los marginados caídos  
en la hojarasca. Esa es mi utopía que lucha contra quienes han salido  
al mundo con sus mangueras alimentadoras de incendios enorgu-  
lleciéndose de sus actualizaciones atópicas a combatir a supuestos  
adversarios. Esos son los aguijones que han alimentado sus almas  
con la esperanza de fugarse de sus reveladoras muertes.  
No sé si estoy en guerra con la vida o con la muerte. Lo dirán  
ustedes. Patate es Patate, y Comala es Comala. Rulfo camina con-  
migo desde hace rato alentándome a no tener miedo a las calaveras  
redivivas que me sacan sus lenguas y siguen armando sus solemni-  
dades en sus salones de apoteosis y riéndose de lo que han concre-  
tado en sus mezquindades, negándome los espacios repletos de sus  
aristocracias podridas que llevan el nombre de sus ciudades.  
Por ahora, Patate me significa la catedral solemne de espacio  
abierto donde he venido a dar vuelo a mis palabras. Gracias por ello  
a la bondad de su gente. Gracias a la Academia Nacional de Historia  
que ha insistido en que me integre a luchar por las sendas contro-  
vertidas de la oficialidad de la memoria. Correspondo con igual in-  
diferencia ante quienes me han ignorado embelesados en sus pode-  
res fatuos por no poder corresponder a su necesidad de adulos. Mis  
historias no tienen ni tendrán que ver con el miedo a la verdad ta-  
pada. Me quedan muchas fuerzas para luchar contra las opulencias  
que también terminan en las canteras del desprecio. No avizoro ene-  
migos por mi senda, sino solo rumores de desesperados por figurar  
en la página social de los acomodos.  
Gracias a todos quienes tienen que ver con mi vida, a mis fa-  
miliares y a mi esposa; a los que me han dado y siguen dando forta-  
lezas; y ahora, a quienes han sido y serán testigos de este acto que  
también se inscribe en la historia de esta Patria.  
Patate, 1 de Septiembre de 2017  
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Senderos históricos de Patate  
Bibliografía  
ARCHIVO NACIONAL-AMBATO, Notaría de Nicolás Lagos y Romero, 1.783,  
folio 1 y siguientes.  
ARCHIVO NACIONAL-AMBATO, Notaría de Juan Antonio Valenzuela,  
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708. En: Documentos del Fondo Gobernación, Tungurahua, 1870, pro-  
ceso de reivindicación de tierras.  
BOLETÍN ANH Nº 198 • 230–241  
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La Academia Nacional de Historia es una  
institución intelectual científica,  
y
destinada a la investigación de Historia  
en las diversas ramas del conocimiento  
humano, por ello está al servicio de los  
mejores  
intereses  
nacionales  
e
internacionales en el área de las  
Ciencias Sociales. Esta institución es  
ajena a banderías políticas, filiaciones  
religiosas,  
intereses  
locales  
o
aspiraciones individuales. La Academia  
Nacional de Historia busca responder a  
ese  
carácter  
científico,  
laico  
y
democrático, por ello, busca una  
creciente profesionalización de la  
entidad, eligiendo como sus miembros a  
historiadores  
entendiéndose por tales  
profesionales,  
quienes  
a
acrediten estudios de historia y ciencias  
humanas y sociales o que, poseyendo  
otra formación profesional, laboren en  
investigación histórica y hayan realizado  
aportes al mejor conocimiento de  
nuestro pasado.  
Forma sugerida de citar este artículo: Reino Garcés, Pedro,  
SENDEROS HISTÓRICOS DE PATATE, boletín de la academia  
nacional de historia, vol. XCV, Nº. 198, julio  diciembre 2018,  
Academia Nacional de Historia, Quito, 2017, pp. 230-241.