Psicoanálisis de Simón Bolívar
En el año 1817 me acuerdo-dijo el Libertador- de una aventura singular,
propia de un loco, aunque no pienso serlo, y es ésta: un día bañándome
en el río Orinoco con todos los de mi Estado Mayor, con varios de mis
generales y el actual coronel Martel, que era entonces escribiente en mi
secretaría general; este último hacía alarde de nadar más que los otros;
yo le dije algo que le picó, y entonces me contestó que también nadaba
mejor que yo.
A cuadra y media de la playa donde nos hallábamos había dos caño-
neras fondeadas, y yo, picado también, dije a Martel que, con las manos
amarradas, llegaría primero que él a bordo de dichos buques.
Nadie quería que hiciese tal prueba; pero animado yo, había vuelto a
quitar mi camisa, y con los tirantes de mis calzones, que di al general
Ibarra, le obligué a amarrarme las manos por detrás, me tiré al agua y
llegué a las cañoneras con bastante trabajo
Martel me siguió y, por supuesto, llegó primero. El general Ibarra te-
miendo que me ahogase, había hecho colocar en el río dos buenos na-
dadores para auxiliarme, pero no fue necesario.
Este rango prueba la tenacidad que tenía entonces, aquella voluntad
fuerte que nada podía detener; siempre adelante, nunca atrás: tal era
mi máxima, y quizá a ella debo mis triunfos y lo que he hecho de ex-
traordinario.
En la noche del 3 de Junio de 1828 recoge de Lacroix, que decía el Li-
bertador a Soublette y a él, lo siguiente:
Me acuerdo-dijo su excelencia- que todavía en el año 17, cuando está-
bamos en el sitio de Angostura, di uno de mis caballos, a mi primer
edecán Ibarra para que fuera a llevar algunas órdenes a la línea y reco-
rrerla toda.
El caballo era grande y muy corredor, y antes de ensillarlo, Ibarra se
puso a apostar con varios jefes del ejército a que brincaría sobre el ca-
ballo, partiendo del lado de la cola e iría a caer del otro lado de la ca-
beza.
Lo hizo, efectivamente, y precisamente llegué yo en aquel mismo mo-
mento. Dije entonces que Ibarra no había hecho gran gracia, y para pro-
barlo a los que estaban presentes tomé el espacio necesario, di el brinco,
pero caí sobre el cuello del caballo, recibiendo un fuerte golpe, del cual
no hablé.
Picado mi amor propio, di un segundo brinco y caí sobre las orejas, re-
cibiendo otro golpe más fuerte que el primero, pero esto no me desa-
lentó; por el contrario, cobré más ardor, y la tercera vez salté el caballo.
Confieso que hice una locura, pero entonces no quería que nadie pu-
diera vanagloriarse de ganarme en agilidad, y que hubiera uno que
pudiera decir que hacía lo que yo no podía hacer.
BOLETÍN ANH Nº 208-A • 13–42
33